Hola, estudiantes, les invito a un viaje para el descubrimiento del espacio y territorio de la región de Sumapaz, siempre dirigiendo la brújula hacia el municipio de Cabrera.
¿Que tal su café?
¿Cómo estuvo su agua e'panela?
¡Que buenas arepas las que prepara doña Rubiela!
¿Qué tal el ajiaco, con el frío de la mañana?
¿Y el sabor de la papa que traje fresquita allí e'la sabana?
Discúlpeme, si interrumpo su desayuno
Pa'salir de las dudas es el momento más oportuno
Dígame usted, si conoce la molienda
¿O el azúcar es solo una bolsa que le compran en la tienda?
¿Y cuénteme que sabe de su tierra?
¿Cuénteme que sabe de su abuela?
¿Cuénteme que sabe del miz?
¿O acaso a olvidado sus antepasados y su raíz?
Dibújeme el árbol del cacao, mientras se toma
Ese chocolate con pan tosta'o
Dígame su mercé, ¿qué sabe del azadón?
Ese es el que le trae a usted la sopita hasta el cucharon
¿Y cuénteme que sabe de su tierra?
¿Cuénteme que sabe de su abuela?
¿Cuénteme que sabe del maíz?
¿O acaso a olvidado sus antepasados y su raíz?
Venga le cuento, los cuentos del huerto y de la malanga
La yuca, la yota, los chontaduros, la quinua, las habas y la guatila
Le tengo el guandú, las arracachas y la calabaza
Le traigo guineos, también chachafrutos
Y unas papitas en la mochila
¡Ay perdón señor!
Por ser yo tan imprudente
Es que a veces me llegan estos
Pensamientos irreverentes
¿Pa'qué va usted querer saber
Sobre el ara'o?
¡Si allí en la esquina lo encuentra
Toitico bien empaca'o!
Dar clip 👉TOITICO BIEN EMPACAO
Katie James (n. 1985) es una cantante y guitarrista colombiana nacida en Inishfree , Irlanda
El título del presente abordaje es tomado de la publicación del texto "Sumapaz saberes y sabores" publicado en el año 2021, por el SENA, el cual ofrezco para la lectura, SUMAPAZ SABERES Y SABORES 👇👇👇👇👇👇👇👇👇👇
"Tras la búsqueda de la tradición.
Apuntes sobre identidad, cultura culinaria y patrimonio.
Los rasgos culturales contribuyen a la identificación de los grupos humanos. Esto ha sido observado en el comportamiento social de pobladores de lugares determinados que, a través sus emblemas culturales, buscan diferenciación con los demás. Para muchos, lo anterior, se ha convertido en una predisposición que se manifiesta en la búsqueda permanente de afirmación identitaria, ya que el mismo proceso de identificarnos se ha vuelto más variable y problemático (Hall, 1992). Esa exploración con frecuencia viene acompañada de una tendencia al realce de elementos diferenciales de la cultura que tienen la función de crear vínculos estrechos con una forma de vida y la sensación de pertenecer a un grupo, a una práctica social o a un territorio.
Puede decirse que los conjuntos de atributos culturales le tributan a la identidad y, por consiguiente, a la forma en que los grupos humanos nos representamos socialmente en contextos histórico-culturales determinados.
Desde lo simbólico, se entiende la cultura como un entramado de significados compartidos, lo cual nos singulariza y diferencia de los otros. O sea: echamos mano de los materiales que tenemos al alcance para definirnos. Esos materiales con los que construimos nuestra identidad para distinguirnos de los demás son siempre materiales culturales (Giménez, 2008, p. 11). Dichos rasgos se observan bajo el entendimiento de su emergencia en medio de relaciones inter grupales, de subjetividades y colectividades que, en ocasiones, esos aspectos emblemáticos de la cultura, representativos o tradicionales, si se quiere, que están comúnmente ligados a una temporalidad determinada. No obstante, esa tradición cultural también está sujeta al acontecer de las prácticas sociales, pero en el terreno de lo cultural esas manifestaciones se rehacen y se intercambian; se imponen, se enajenan, o se negocian. Y lo más probable es que se transforman en el tiempo. Los procesos de identidad se asocian a la toma de consciencia de los grupos sociales con respecto a sus formas específicas, propician el surgimiento de y representativas (Arévalo, 2004). Sin embargo, tanto la identidad, como la tradición y el patrimonio ofrecen múltiples significados.
Estos conceptos están frecuentemente asociados a las épocas o a las personas que los usan y al objetivo que motiva su uso. Sin duda están íntimamente ligados a la noción antropológica de cultura, pero han sido sujeto de revisiones y análisis que resultan en enfoques, de por sí integradores, que exponen sus interrelaciones y complejizan su tratamiento.Varios autores coinciden en que la tradición es una construcción social, que cambia con el tiempo y está en relación con cada cultura (Arévalo, 2004; Herrejón, municipio de Pasca. 1994).
Se acepta que está compuesta por conocimientos que sobre el pasado vienen transmitidos generacionalmente. Sin embargo, esta noción originaria es más restrictiva, ya que convencionalmente la tradición se ha considerado cristalizada e inalterable en el tiempo.
Se ha considerado que las cocinas tradicionales y el quehacer culinario, como espacio de interacción social, están ligados íntimamente al rol de la mujer.
En el sentido del saber en sí y también en relación con el esquema que sirve a los propósitos de la transmisión cultural intergeneracional (Ministerio de Cultura, 2012). Aunque, claramente, esto no indica una condición de exclusividad de lo femenino en la práctica culinaria. No obstante, algunas ideas remiten esa relación de lo femenino con el saber culinario, con la transmisión cultural hacia las nuevas generaciones, principalmente en el seno de las familias y también durante las experiencias sociales. Así que podría pensarse que la práctica culinaria puede tener una lectura descriptiva del fenómeno a partir del género femenino, de las interpretaciones que suscitan significados en la mujer, sentimientos, creencias y valores que pueden estar asociados.
Las ideas sobre la tradición han cambiado, para incorporar a la condición de la herencia el hecho de su renovación en el presente. “La tradición, de hecho, actualiza y renueva el pasado desde el presente. “[…] para mantenerse vigente y no quedarse en un conjunto de anacrónicas antiguallas y costumbres fósiles y obsoletas, se modifica al compás de la sociedad, pues representa la continuidad cultural” (Arévalo, 2004, p. 926). Hay una alusión a su utilidad, por lo que se afirma que es eficaz en el presente gracias a su adaptación, creación y reinvención. Está sustanciada por lo que permanece y lo que cambia.
En este sentido, cabe aclarar que la tradición está presente en todos los grupos sociales y no está suscrita exclusivamente a la ruralidad, o a determinadas clases sociales; no obstante, hay expresiones también en lo urbano (Ministerio de Cultura, 2012). Puede verse como el resultado de un proceso de “selección cultural” que se ha transmitido socialmente, en el tiempo, y que la hace funcional.
De acuerdo con lo anterior, no se repite el mismo molde, si no se expresa a través de variantes que integran el pasado con el presente (Arévalo, 2004).
Aunque se reconoce en los grupos humanos una tendencia a buscar y resaltar los elementos culturales que se consideran como propios, se entiende que esos elementos también pueden ser ajenos. Para Bonfil lo propio es entendido como aquello “que se heredó de generaciones anteriores, que se produce, se reproduce, mantiene o transmite…” (1988. p. 7), en oposición a lo ajeno, como todo lo que no se produce ni reproduce al interior de un grupo humano diferenciado, aunque forme parte de su cultura (Bonfil, 1988). En este sentido, los elementos y manifestaciones de cultura culinaria pueden observarse como parte de ese encuentro con lo propio, en versión del presente, en la que las comunidades y grupos humanos estarían inmersas. A pesar de que se perciba que a lo tradicional solo le preocupa el pasado, está es una respuesta humana frente al desafío del tiempo “su profundo sentido es ser el puente hacia el futuro” (Herrejón, 1994, p. 138).
Las regiones y las localidades. Colombia se ha considerado como un país de regiones y en cada una de ellas las expresiones culinarias son visibles (Ministerio de Cultura, 2012). Es así que la región Cundiboyacense ostenta una base alimentaria constituida por el maíz, la papa, la ahuyama, la arveja; los cubios, hibias y habas; la arracacha, la batata y la yuca dulce; la carne de vacuno, gallina y cerdo (Ministerio de Cultura, 2012).
Como se ha dicho, los factores identitarios pueden observarse en la cultura regional, pero se reconoce que también las comidas locales “[…] tienen una profunda significación como evento social de afirmación de identidades […]” (Ministerio de Cultura, 2012, p. 37). De acuerdo con esto, hay preparaciones con las cuales se identifican particularidades regionales y locales, aun cuando sean manifestaciones de la cultura culinaria comunes a nivel nacional (Ministerio de Cultura, 2012).
Los saberes y las prácticas de las provincias de Cundinamarca están influenciados por los territorios que hoy constituyen los departamentos de Boyacá, Tolima y Huila principalmente, sin excluir influencias santandereanas y de los llanos orientales, las cuales hacen presencia con mayor o menor énfasis dependiendo de los contextos históricos, geográficos y socioeconómicos de las provincias cundinamarquesas.
La variedad de sus preparaciones se interpreta como un reflejo de la historia regional, de sus contextos e interacción cultural. Las marcadas influencias aborígenes y la fuerte impronta de lo hispánico prevalecen en sus ingredientes y sabores. La diversidad de componentes que se manifiesta a través de la memoria de los pobladores aporta razones para observar sus hábitos culinarios, expresados en productos como los caldos y sopas, los amasijos, los preparados derivados del cerdo y las bebidas fermentadas, entre otros.
Por ello, ya en el altiplano en tiempos de la conquista se documentan características alimentarias definidas por una dieta integrada por los tubérculos andinos, las hierbas, los animales de monte y el maíz, enriquecidos a través del tiempo con las carnes de cerdo, res, oveja y cabra traídas al Nuevo Mundo (Rojas, 2012).
La herencia de la ganadería permitió la reproducción y recreación de platos españoles con chivo y cabra. Estos fueron adaptados paulatinamente por los antepasados mediante procesos culturales que tienen su forma material en los cocidos, cuchucos, tamales, fritangas, mazamorras y sancochos, en los que se incluyeron las carnes de cerdo y res.
A esa mixtura le aportó notablemente el intercambio de hierbas, granos y frutos que vinieron a ampliar el repertorio culinario del pasado y la base de ingredientes que con el azúcar permitieron la creación de preparaciones dulces. El popurrí y la olla podrida tienen su símil en el sancocho, el puchero y los cuchucos, que tienen al maíz como producto básico, aunque presenten diferencias en cuanto a los productos y cosechas regionales (Martínez, 2012). Los hornos para las tortas, los envueltos de maíz (con relleno o sin él), la leche y el queso transformaron más recientemente la alimentación en las regiones, al igual que el fríjol, la yuca y la arracacha.
Evidentemente, el intercambio de elementos culturales se manifiesta en la incorporación de las preparaciones nativas a las preparaciones ibéricas, esta tiene correlatos visibles en las cocinas de la provincia del Sumapaz, resultado de un proceso extendido en el tiempo, conformado por esa mezcla de saberes sobre lo nativo y lo europeo, lo de acá y lo de allá que, con el paso de los siglos, para muchos ha llegado a convertirse en algo propio.
En este sentido, se observan prácticas culinarias de la provincia del Sumapaz, que se entienden integradas a algo más grande, que indica la pertinencia de observarlas no aisladamente, ya que hacen parte de un proceso cultural y socioeconómico sostenido en el tiempo. Es interesante identificar que hay preparaciones que se alojan en el recuerdo de las gentes, cuya práctica ya no está vigente. Las tecnologías han cambiado, al igual que los contextos socioeconómicos y, por consiguiente, la cultura material asociada a lo culinario.
Suele extrañarse el horno de leña, el ahumado y la laja de piedra, pero, por múltiples causas, algunos productos han sido reemplazados o transformados; también sus formas de cocción, la materia combustible y los artefactos asociados a su preparación. No obstante, hay tradiciones en la cocina regional, provincial y local. Probablemente, la identificación de las mismas también reside en las ideas que permiten asociarlas bajo la forma de lo inmutable y estático, o en el terreno de lo cambiante, que abre el espacio a la realidad de la tradición que se transforma con el tiempo, que inventa reinventa sus elementos sobre la base de la herencia.
Lo que hoy se hace en las cocinas en general, es en parte una transformación de lo que éramos hace siglos, alimentos, maneras de cocinar o utensilios que hemos venido adaptando a un mundo en un contexto globalizado, caracterizado por la circulación de información, bienes y personas. En estos ires y venires la cultura es impactada: se afianza, se enajena, se intercambia o se impone. Por fortuna, parecen tiempos favorables para la investigación en estas áreas y la cultura culinaria tiene un espacio particular en el patrimonio inmaterial nacional, gran categoría de estudio que el Ministerio de Cultura ha venido explorando y difundiendo mediante numerosos documentos temáticos, metodológicos y de política pública.
Por otra parte, las influencias hispanas, africanas y aborígenes tienen asiento en una realidad en la que el “estatus constitucional de la multiculturalidad y la plurietnicidad, los debates sobre los patrimonios culturales e inmateriales ubican el tema de la comida y la cultura en un lugar significativo y promisorio en la investigación” (Saldarriaga, 2012, p. 25). En estos escenarios diversos es posible “centrar la mirada en la alimentación como elemento cultural, lo cual resulta un esfuerzo para “pensar lo propio, lo familiar, lo veredal, lo regional, lo local, lo nacional, lo continental y sus diversas dimensiones identitarias en el gusto y en la técnica” (Saldarriaga, 2012, p. 13).
Adicional a lo expuesto, se propone la consideración de otras áreas como aquella del desarrollo y su relación con la cultura. Con base en el tratamiento de estas dos amplias categorías, hay avances en ideas que señalan sus implicaciones y horizontes de complementariedad con el bienestar (más allá de lo económico) de los grupos humanos. Es en este sentido que el Diagnóstico Cultural de Colombia, Hacia la construcción del Índice de Desarrollo Cultural, analiza la conveniencia de trascender la mirada de la cultura desde un concepto referido “únicamente a su contribución o aporte al desarrollo, a uno cuyo énfasis radica en su papel constructivo y creativo” (Ministerio de Cultura, 2013).
Es claro que, en cuanto a las costumbres y hábitos alimenticios, se han dado cambios, lentos en comparación a la rapidez que suponen otros cambios. El proceso de cambio de hábitos alimenticios es, como lo concluye Martínez, de larga duración y plantea que “una sociedad conserva y defiende sus sabores. De otra manera, no existiría la comida nacional o regional como no existen en el uso corriente los vestidos típicos” (2012, p. 57).
Así pues, el apelativo criollo a mediados del siglo XIX en este marco hace mención del rasgo característico de servir los platos con un abundante guiso de cebolla y tomate, que hasta hoy se conserva en muchas de las regiones del país.
Aun así, es innegable la influencia de la cocina francesa, pues “una parte de la sociedad miró hacia fuera, desconociendo a los originarios y clasificándolos como atrasados, como incivilizados” (Rojas, 2012, p. 9), sobre todo desde los años de 1840 – 50 donde las importaciones popularizaron productos como fideos frescos, pastas para sopa de todas clases, pastas frescas, almendras, avellanas, vino tinto, Jerez, Oporto, que dejaron huella de los patrones culinarios franceses sobre la mesa; por lo que no es extraño que las cocineras tuvieran un rol fundamental y se empezaran a publicar tratados para orientar amas de casa. El más antiguo del que se tiene noticia es el Manual de artes, oficios, cocinas i repostería de la imprenta de Nicolas Gómez en Bogotá, que no solo compila recetas sino también curiosidades útiles (Martínez, 2012).
Las maneras dentro y fuera de la mesa también fueron objeto de escritura, el Manual de urbanidad y buenas maneras de Manuel Carreño dedica un par de capítulos sobre los modales en la mesa, en razón a que los “altos grupos de la sociedad trataron de hacer que sus costumbres se parecieran al máximo a las foráneas, con lo cual resultaron enarbolando y fortaleciendo los antivalores de la exclusión. Por esa razón, muchos rituales, fiestas y banquetes se realizaron con estructuras y recetarios copiados de las usanzas del Viejo Continente” (Rojas, 2012, p. 10). Sin embargo, esa influencia de la etiqueta y normas extranjeras del Manual encontraron detractores en un grupo de intelectuales colombianos que destacaron valores tradicionales como la comida, sujeta a tantos cambios.
No eran solo diferencias políticas o raciales, sino que surgieron patrones de consumo diferenciados entre clases, al contrario de lo que se pensaría “no fueron las clases altas las que conservaron las tradiciones alimenticias que hoy exaltamos; estas fueron salvaguardadas por el pueblo, al cual pertenecen” (Martínez, 2012, p. 67).
Pese a ser un país dividido, sobre todo por las características del paisaje que históricamente han dificultado el acceso a varias zonas del país e influido en la asociación por regiones, de acuerdo con la ubicación y rasgos compartidos de la población, se reconoce que los intercambios de alimentos han unido al país desde siglos atrás, este intercambio, por ejemplo, en palabras de Saldarriaga (2012) menciona que: […] las posibilidades agrícolas, ganaderas y mercantiles permitían: el cultivo de trigo en zonas frías, para llevarlo a donde no se produjera; el cultivo de maíz y de coca en las zonas más cálidas y de mayor rendimiento, para comerciar e intercambiar por papas y productos de tierras frías […] el comercio vertical era una buena alternativa para conseguir productos de todos los climas y regiones, por lo que el abasto parecía permanente y provechoso. (p. 40).
Esto explica, en cierta medida, que antes y ahora tengamos alimentos en común indistintamente de su lugar de producción, pero formas de apropiación y preparaciones diferentes que llegan a gozar incluso de un reconocimiento especial en los municipios o departamentos de una región. Tradiciones, podrían decirse, que son parte de una herencia culinaria que se ha venido transformando. Como muestra es posible tomar el caso de las cocinas del altiplano cundiboyacense donde “el legado muisca, luego alterado por la transculturación que se operó con la conquista española, es y ha ido patente en la característica de estas bucólicas. En esa forma se vieron enriquecidas y tomaron nuevas expresiones” (Moreno, 2012, p. 77).
Platos que guardan sus raíces en la tradición mestiza de Cundinamarca, son posibles de encontrar ahora con diferencias marcadas como los usos en panadería de verduras u hortalizas que antes eran comúnmente utilizadas en sopas las cuales acorde con Moreno (2012) debieron haber tenido su “origen en los sopones de papa o mazamorras de granos y tubérculos de los chibchas” (p.81).
Volviendo a las tradiciones, de acuerdo con Hobsbawm (1983) resultan ser comúnmente recientes en sus orígenes. Él hace referencia a lo que denominó tradiciones inventadas que implican “un grupo de prácticas, normalmente gobernadas por reglas aceptadas abiertas o tácitamente y de naturaleza simbólica o ritual, que buscan inculcar determinados valores o normas de comportamiento por medio de su repetición, lo cual implica automáticamente continuidad con el pasado” (p. 8). En un sentido amplio, las instituidas, las construidas o las que emergieron en un determinado momento y se establecieron con gran rapidez.
Esto se vuelve relevante al pasar la mirada por lo que se reconoce como tradicional respecto a la consolidación de la cultura culinaria, sobre la que “no se puede discutir hasta qué punto las nuevas tradiciones pueden utilizar viejos materiales, pueden ser forzadas a inventar nuevos lenguajes, concepciones, ampliar el viejo vocabulario simbólico más allá de los límites bien establecidos” (Hobsbawm, 1983,p.13).
Por otra parte, García (1989) hace en énfasis en el grado de hibridación entre lo tradicional y lo moderno, refiriéndose al caso latinoamericano como un “resultado de la sedimentación, yuxtaposición y entrecruzamiento de tradiciones indígenas (sobre todo en las áreas mesoamericana y andina)” (p. 64), en el intento de las elites de modernizarse y relegar lo indígena a los sectores populares “un mestizaje interclasista que ha generado formaciones híbridas en todos los estratos sociales” (p. 65). Aun así, “las cocinas indígenas durante estos tiempos soportaron embates, estigmas y prejuicios, pero las preparaciones y sazones siguieron presentes en la memoria y los paladares de los pueblos ancestrales de Colombia, gracias a los conocimientos, usos, simbolismos y adaptaciones a sus ecosistemas particulares” (Delgado et al., 2012, p. 10).
En el país las cocinas han sabido conservar sus constantes aborígenes y peninsulares, como en el caso andino “tal vez recargada de granos, tubérculos y farináceos, pero en ella hay un algo de la entraña popular hecha vida, y […) por sus propiedades, carácter y sentido de identificación social” (Moreno, 2012, p. 82). Es entonces donde las tradiciones “ritualizan de forma recurrente el particularismo, actualizando y reafirmando el sentimiento de formar parte de una comunidad -local, regional, nacional- y reproduciendo simbólicamente la identidad colectiva” Homobono, 1990, p. 3).
Como una aproximación sintética a la noción de identidad, se entiende que esta es construida a partir de la alteridad en medio de un contraste cultural, y es resultado de un hecho objetivo, el determinante geográfico-espacial, los datos históricos, las específicas condiciones socioeconómicas… y una construcción de naturaleza subjetiva, la dimensión metafísica de los sentimientos y los afectos, la propia experiencia vivencial, la conciencia de pertenencia a
un universo local o de otro nivel de integración sociocultural, la tradición, el capital cultural y la específica topografía mental que representan rituales, símbolos y valores (Arévalo, 2004, p. 9).
En este punto el patrimonio juega un papel fundamental, sobre todo porque cumple una función identificadora, ya que nos referimos a representaciones o símbolos. Este consiste sin
caer en el reduccionismo en “la selección de los elementos y las manifestaciones más representativas de la realidad cultural de cada grupo social” (Arévalo, 2004, p. 9). Es clasificado en tangible e intangible, siendo este último de especial importancia en las políticas de salvaguardia, lo que según la UNESCO se entiende como las medidas enfocadas a garantizar la viabilidad del patrimonio inmaterial, mediante acciones como “la identificación,
documentación, investigación, preservación, protección, promoción, valorización, transmisión, básicamente a través de la enseñanza formal y no formal– y la revitalización de este patrimonio en sus distintos aspectos” (Ministerio de Cultura, 2010, p. 43).
Así pues, el patrimonio oral e inmaterial, como muestra, especialmente frágil, de la cultura y depositaria de la memoria colectiva, se ve amenazado por dinámicas como “los efectos de la globalización económica, la imposición y estandarización de patrones y pautas culturales, la urbanización, la aculturación industrial, el turismo, los avances tecnológicos y en la transformación acelerada de los modos tradicionales de vida” (Arévalo, 2004, p. 7). Esto plantea la necesidad urgente de documentarlos con el fin de no desaparecer las transmisiones culturales, por ejemplo, de sabores y preparaciones supervivientes generación tras generación, para lograr a su vez mantenerlas vivas en sus contextos originarios"
1. Efectúen un resumen en sus cuadernos de apuntes de la asignatura.
2. Formulen, por lo menos 5 preguntas o menos, interrogantes que surjan de la lectura.
A. pregunten o indaguen sobre: ¿cuál (les) son las comidas consideradas como tradicionales en la casa?
B. ¿Cómo es la preparación?.
C. ¿A qué huele durante la preparación, al servir?.
D. ¿Cuál es su sabor?.